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  1. Cuarta Reunión (12 de diciembre de 2013)

    martes, 10 de diciembre de 2013

    La cuarta reunión de nuestro grupo llega en pleno Adviento. Es momento de preparación y conversión. Es un tiempo fuerte para situarnos a la luz del evangelio.
    ¿Cuál es la conversión a la que se nos llama? La conversión de volver a la raiz de nuestra Fe. Dejar hueco a Dios en nuestro día a día, encontrarnos con Jesús en la oración y renovar nuestro compromiso en la construcción del Reino de Dios. 
    El Reino de Dios es el proyecto de felicidad que Jesús descubrió para todos los hombres y mujeres. Hoy nos paramos a mirar ese proyecto para volver a ser los discípulos que colaboran con el maestro en su construcción y lo pueden hacer posible y real aqui y ahora.
    Miraremos cuatro puntos: 
    a) El proyecto humanizador de Jesús
    b) La compasión como principio de Acción
    c) Los Últimos han de ser los primeros
    d) Recuperar el Padre Nuestro como oración del Reino.

    Como podéis ver un tema amplio y muy rico, que encaja perfectamente con nuestro Adviento, que nos prepara para la Navidad ya tan próxima y que se resume perfectamente en una oración: El Padre Nuestro.


    Recuperar el proyecto del reino de Dios
    Muchos cristianos viven hoy su fe sin conocer el gran proyecto que tiene Dios de ir cambiando el mundo para hacer posible una vida más humana. Algunos ni siquiera han oído hablar de ese proyecto que Jesús llama «reino de Dios». No saben que la pasión que animó toda su vida, la razón de ser de toda su actividad, el objetivo de todos sus esfuerzos es anunciar y promover el proyecto humanizador del Padre, «buscar el reino de Dios y su justicia», trabajar para construir una vida más digna, más justa y más dichosa para todos. Esta es la tarea que confió a sus seguidores: «Anunciad el reino de Dios, abrid caminos a su justicia, curad la vida».
    Los cristianos hemos de recuperar el proyecto del reino de Dios. Ese proyecto anunciado e impulsado por Jesús es la razón de ser y el sentido último de la fe cristiana; el criterio para verificar la autenticidad de lo que hacemos en la Iglesia de Jesús. Por eso, la tentación más grave que nos amenaza a los cristianos es hacer de la Iglesia un «absoluto». Pensar que ella es el centro de todo, el fin último al que todo lo demás ha de quedar subordinado. Preocuparnos por los problemas que tenemos en la Iglesia y olvidarnos del sufrimiento que hay en el mundo. Olvidar el reino de Dios y su justicia, y buscar el bien de la Iglesia y su desarrollo.
    Por eso, hemos de agradecer a Pablo VI y a Juan Pablo II que, recogiendo el sentir del Concilio Vaticano II, hayan hecho dos afirmaciones básicas que no hemos de olvidar en estos momentos. El primero, reafirmando el carácter primordial del reino de Dios, decía así: «Solamente el reino es absoluto y el resto es relativo» (5 Evangelii nuntiandi 8.). El segundo, precisando la naturaleza de la Iglesia en relación con el reino de Dios, afirmaba: «La Iglesia no es ella misma su propio fin, pues está orientada al reino de Dios, del cual ella es germen, signo e instrumento» (6Redemptoris missio 18.).

    a) El proyecto humanizador de Dios
    Con una audacia desconocida, Jesús sorprende a todos anunciando algo que ningún profeta de Israel se había atrevido a declarar: «Ya está aquí Dios, con su fuerza creadora de justicia, tratando de reinar entre nosotros». El evangelista Marcos resume así su mensaje profetico: «El tiempo se ha cumplido. El reino de Dios está cerca. Convertíos y creed la Buena Noticia» (Me1,15). Empieza un tiempo nuevo. Dios no quiere quedarse lejos, dejándonos solos ante nuestros conflictos, sufrimientos y desafíos. Ese Dios, Amigo de la vida y Padre bueno de todos, quiere abrirse camino en el mundo para construir, con nosotros y junto a nosotros, una vida más humana. No es verdad que la historia tenga que discurrir inevitablemente por caminos de injusticia y sufrimiento. Hay alternativas. Dios está comprometido en promover un mundo diferente y mejor. Hemos de convertirnos a este Dios que está siempre llegando a nuestra vida: cambiar de manera de pensar y de actuar. Entrar en la lógica y la dinámica del reino de Dios. El Padre no puede cambiar el mundo si nosotros no cambiamos. Su voluntad de hacer un mundo diferente se va haciendo realidad en nuestra respuesta. Hemos de despertar nuestra responsabilidad. Es posible dar una nueva dirección a la historia, pues Dios nos está atrayendo hacia un mundo más humano. Hemos de tomar en serio esta Buena Noticia de Dios. Creer en el poder transformador del ser humano, atraído por Dios hacia una vida más digna. No estamos solos. Dios está sosteniendo también hoy el clamor de los que sufren y la indignación de los que trabajan por la justicia.
    El centro de la actividad profética de Jesús no lo ocupa propiamente Dios, sino «el reino de Dios», pues Jesús no separa nunca a Dios de su proyecto de transformar el mundo. Desde ese horizonte vive Jesús su misión. Desde ese horizonte llama a sus discípulos a anunciar y abrir caminos al reinado de Dios. Por eso no les invita simplemente a buscar a Dios, sino a «buscar primero el reino de Dios y su justicia» (Mt 6,33). No los llama a convertirse a Dios, les pide «entrar» en el reino de Dios (Mt 18,3).
    Este «reino de Dios» no es una religión. Es mucho más. Va más allá de las creencias, preceptos y ritos de cualquier religión. Es una experiencia de Dios, vinculada a Jesús, que lo resitúa todo de manera nueva. Si de Jesús nace una nueva religión, como de hecho sucedió, tendrá que ser una religión al servicio del «reino de Dios». Por ello, al confiar su misión a sus discípulos, Jesús no los envía a promover una religión. Invariablemente les habla de una doble tarea: «Id y anunciad el reino de Dios», «id y curad» (7 Mt 10,7-8; Lc 9,2; 10,8-9.).
    Lo sorprendente es que Jesús nunca explica propiamente qué es el «reino de Dios». Lo que hace es sugerir, con parábolas inolvidables, cómo actúa Dios y cómo sería el mundo si sus hijos e hijas actuaran como él; y mostrar, con su actuación de Profeta curador de enfermos, defensor de los pobres y amigo de pecadores, cómo cambiaría la vida si todos le siguieran. Podemos decir que «reino de Dios» es la vida tal como la quiere construir Dios y tal como de hecho la va transformando Jesús.
    Estos son los rasgos principales de ese reino: una vida de hermanos alentada por la compasión que tiene hacia todos el Padre del cielo; un mundo donde se busca la justicia y la dignidad para todo ser humano, empezando por los últimos; donde se acoge a todos, sin excluir a nadie de la convivencia y la solidaridad; donde se cura la vida liberando a las personas y a la sociedad entera de toda esclavitud deshumanizadora; donde la religión está al servicio de las personas, sobre todo de las más desvalidas y olvidadas; donde se vive acogiendo el perdón de Dios y dando gracias a su amor insondable de Padre.
    El reino de Dios está llegando, pero lo que espera el pueblo de Israel y el mismo Jesús para el final de los tiempos es mucho más que lo que pueden ver en las aldeas de Galilea. El reino de Dios está ya aquí, pero solo como «semilla» que se está sembrando en el mundo: un día se recogerá la «cosecha» final. El reino de Dios está ya trabajando secretamente la vida como un trozo de «levadura» oculto en la masa de harina: Dios hará que un día todo quede transformado. Jesús no duda nunca de este final bueno, ni siquiera en el momento de su ejecución. A pesar de todas las resistencias y fracasos que se produzcan, Dios hará realidad esa utopía tan vieja como el corazón humano: la desaparición del mal, de la injusticia y de la muerte. El Padre celebrará la fiesta final con sus hijos e hijas, y secará para siempre las lágrimas de sus ojos.

    b) La compasión como principio de acción
    Lo que define a ese Dios que quiere reinar en el mundo no es el poder, sino la compasión. No viene a imponerse y dominar al ser humano. Se acerca para hacer nuestra vida más digna y dichosa. Esta es la experiencia que comunica Jesús en sus parábolas más conmovedoras (8 Cf. Las parábolas del padre bueno (Le 15,11-32), del dueño de la viña (Mt 20,1-15) y del fariseo y el recaudador que subieron al templo a orar (Lc 18,9-14).) y la que inspira toda su trayectoria al servicio del reino de Dios. Jesús no puede experimentar a Dios por encima o al margen del sufrimiento humano.
    La compasión es el modo de ser de Dios, su forma de mirar al mundo, lo que le mueve a hacerlo más humano y habitable.
    Es precisamente esta compasión de Dios la que hace a Jesús tan sensible al sufrimiento y a la humillación de las gentes. Lo que lo atrae hacia las víctimas inocentes: los maltratados por la vida o por las injusticias de los poderosos. Su pasión por este Dios del reino se traduce en compasión por el ser humano. El Dios del templo, el Dios de la ley y del orden, del culto y del sábado, no hubiera podido generar su entrega a todos los dolientes.
    Desde su experiencia radical de la compasión, Jesús introduce en la historia un principio decisivo de acción: «Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo» (Lc 6,3 6) (9 Probablemente, Jesús propone el «principio de compasión» frente al «principio de santidad» que regía la espiritualidad del templo: «Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo» (Lv 19,2),). La compasión es la fuerza que puede moverla historia hacia un futuro más humano. La compasión activa y solidaria es la gran ley de la dinámica del reino. La que nos ha de hacer reaccionar ante el clamor de los que sufren y movilizarnos para construir un mundo más justo y fraterno. Esta es la gran herencia de Jesús que los cristianos hemos de recuperar hoy.
    Lo primero es rescatar la compasión de una concepción sentimental y moralizante. No reducirla a asistencia caritativa ni obra de misericordia. En el mensaje y la actuación profética de Jesús subyace un grito de indignación absoluta: el sufrimiento de los inocentes ha de ser tomado en serio; no puede ser aceptado como algo normal, pues es inaceptable para Dios. Lo que Jesús está reclamando al pedirnos ser compasivos como el Padre es una manera nueva de relacionarnos con el sufrimiento injusto que hay en el mundo. Más allá de llamamientos morales o religiosos, está exigiendo que la compasión activa y solidaria penetre más y más en los fundamentos de la convivencia humana, erradicando o aliviando el sufrimiento y sus causas.
    La figura del «samaritano», en la parábola narrada por Jesús, es el modelo de quien vive imitando la compasión del Padre del cielo. El samaritano ve al herido del camino, se conmueve y se acerca a él: venda sus heridas, las cura con aceite y vino, lo monta sobre su propia cabalgadura, lo lleva a una posada, cuida de él, se compromete a pagar sus gastos... (Le 10,30-37). Este hombre no se pregunta si el herido es prójimo o no. No actúa movido por la obligación de cumplir un código religioso. La compasión no brota de la atención a la ley o del respeto a los derechos humanos. Se despierta en nosotros desde la mirada atenta a quien sufre. Esta percepción atenta y comprometida puede liberarnos de ideologías que bloquean nuestra compasión o de esquemas religiosos que nos permiten vivir con la conciencia tranquila, olvidados del sufrimiento de las víctimas.

    c) Los últimos han de ser los primeros
    Podemos decir que la primacía de los últimos inspiró siempre la actividad de Jesús al servicio del reino de Dios. Para él, los últimos son los primeros. Ser compasivos como el Padre exige buscar la justicia de Dios empezando por los últimos.
    Por eso a Jesús siempre lo vemos junto a los más necesitados: no con los ricos terratenientes de Séforis o Tiberíades, sino con los campesinos pobres de las aldeas de Galilea; no rodeado de gente sana y fuerte, sino junto a enfermos, leprosos y desquiciados; no comiendo solo entre amigos, sino sentado a la mesa con gente marginada social y religiosamente. Los primeros en experimentar esa vida más digna y liberada que Dios quiere para todos han de ser aquellos para los que la vida noes vida.
    Según el relato de Lucas, el Espíritu de Dios empuja a Jesús hacia los más pobres. En la sinagoga de Nazaret lo presenta aplicándose a sí mismo estas palabras del libro de Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido. Me ha enviado a anunciar a los pobres la Buena Noticia, a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor» (Le 4,16-22). Se habla aquí de cuatro grupos de personas: los «pobres», los «cautivos», los «ciegos» y los «oprimidos». Ellos resumen y simbolizan la primera preocupación de Jesús: los que lleva más dentro de su corazón. Nosotros hablamos de «democracia», «derechos humanos», «progreso», «Estado de bienestar»... Jesús sugiere empezar por rescatar la vida de los últimos, haciéndola más sana, más digna y más humana.
    Movido por ese Espíritu comienza a hablar en un lenguaje provocativo, original e inconfundible: las bienaventuranzas. Quiere dejar claro que los últimos son los predilectos de Dios. Son gritos que le salen de dentro al mirar la realidad desde la compasión de Dios. Ve cómo las familias se van quedando sin tierras al no poder defenderlas frente a los terratenientes, que presionan para cobrar sus deudas, y grita: «Dichosos los que os estáis quedando sin nada, porque de vosotros es el reino de Dios». Conoce de cerca la desnutrición y el hambre, sobre todo de niños y mujeres, y no puede reprimir su reacción: «Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque Dios os quiere ver saciados». Ve llorar de rabia e impotencia cuando los recaudadores se llevan lo mejor de sus cosechas, y grita: «Dichosos los que ahora lloráis, porque Dios os quiere ver riendo» (Le 6,20-21).
    Todo esto no significa, ahora mismo, el final del hambre y la miseria, pero sí una dignidad indestructible para las víctimas de abusos y atropellos. Ellos son los predilectos de Dios. Esto da a su dignidad una seriedad absoluta: «Los que no interesan a nadie son los que más interesan a Dios. Los que sobran en los imperios que construyen los poderosos tienen un lugar privilegiado en su corazón. Los que no tienen una religión que los defienda le tienen a Dios como Padre». En ninguna parte se está construyendo la vida tal como la quiere Dios si no es liberando a los últimos de su miseria y humillación. Nunca religión alguna será bendecida por Dios si vive de espaldas a ellos. Esto es acoger el «reino de Dios»: poner las religiones y las culturas, los pueblos y las políticas mirando hacia la dignidad y la liberación de los últimos.

    d) Recuperar el Padrenuestro como oración del reino
    El Padrenuestro es la oración que Jesús dejó en herencia a los suyos. La única que les enseñó para alimentar su identidad de seguidores suyos y colaboradores en el proyecto del reino de Dios. Desde muy pronto, el Padrenuestro se convirtió no solo en la oración más querida por los cristianos, sino en la plegaria litúrgica que identifica a la comunidad eclesial reunida en el nombre de Jesús. Por eso se les enseñaba a recitarla a los catecúmenos, antes de recibir el bautismo. Esta oración, pronunciada a solas y en comunidad, meditada e interiorizada una y otra vez en nuestro corazón, puede también hoy reavivar nuestra fe y nuestro compromiso por el reino de Dios. El Padrenuestro se pronuncia siempre en plural. Es una oración al Padre del cielo, al que oramos unidos a todos sus hijos e hijas que viven en el mundo. Comienza con una invocación confiada a Dios: Abbá, a la que siguen tres grandes anhelos centrados en el reino de Dios y cuatro gritos salidos desde las necesidades más básicas de la humanidad que no conoce todavía en plenitud el reino de Dios. El Padrenuestro nos descubre como ningún otro texto evangélico los sentimientos que guardaba Jesús en su corazón. Es la mejor síntesis del Evangelio -breviloquium Evangelii-, la oración que mejor nos va identificando con Jesús (Mt 6,9-13; Le 11,2-4.).
    «Santificado sea tu Nombre» de Padre. Que nadie lo ignore o desprecie. Que nadie lo profane violando la dignidad de tus hijos e hijas. Que sean desterrados los nombres de todos los dioses e ídolos que matan a tus pobres. Que todos bendigan tu nombre de Padre bueno.
    «Venga tu reino». Que se vaya abriendo camino en el mundo tu justicia, tu verdad y tu compasión. Que tu Buena Noticia les llegue ya a los últimos de la tierra. Que no reinen los ricos sobre los pobres, que los poderosos no abusen de los débiles, que los varones no maltraten a las mujeres. Que no demos a ningún César lo que es tuyo: tus pobres.
    «Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo». Que no encuentre tanta resistencia en nosotros. Que en la creación entera se haga lo que quieres tú, no lo que buscan los poderosos de la tierra. Que se vaya haciendo realidad lo que tú tienes decidido en tu corazón de Padre.
    «Danos hoy el pan de cada día». Que a nadie le falte pan. No te pedimos bienestar abundante para nosotros, solo pan para todos. Que los hambrientos de la tierra puedan comer; que tus pobres dejen de llorar y empiecen a reír, que lo podamos ver viviendo con dignidad.
    «Perdónanos nuestras deudas». Necesitamos tu perdón y tu misericordia. Estamos en deuda contigo: no respondemos a tu amor de Padre, no entramos en tu reino. Que tu perdón transforme nuestro corazón y nos haga vivir perdonándonos mutuamente. No queremos alimentar en nosotros resentimientos ni deseos de venganza.
    «No nos dejes-caer en la tentación». Somos débiles y estamos expuestos a peligros y crisis que pueden arruinar nuestra vida. Danos tu fuerza. No nos dejes caer en la tentación de rechazar tu reino y tu justicia.

    «Libéranos del mal». Rescátanos de lo que nos hace daño. Arráncanos de todo mal.

    A continuación os ofrecemos algunas preguntas para la reflexión:
    1.- ¿Hablamos entre nosotros del proyecto del reino de Dios al que Jesús dedicó su vida entera? ¿Por qué? 

    2.- ¿Cómo te sientes llamado a vivir esa compasión activa y solidaria hacia los últimos?¿Cómo te sientes llamado a crecer en la sensibilidad y el compromiso concreto como discípulo de Jesús?

    3.- ¿Crees que nuestras parroquias y comunidades cristianas tienen como objetivo abrir caminos al reino de Dios haciendo un mundo más humano, digno y dichoso para todos? ¿Cómo crees que es la actuación de nuestra parroquia hacia los que sufren con más dureza la crisis económica? ¿Y la nuestra personal? 

    4.- En este Adviento y rezando con Jesús el Padre Nuestro ¿qué llamada a la conversión escucho?

  2. Tercera reunión (28 de noviembre de 2013)

    sábado, 23 de noviembre de 2013

    En nuestra tercera reunión queremos seguir avanzando en los fundamentos de nuestra Fe. En el último encuentro escuchamos que se nos invita a "volver a Galilea", a volver al encuentro con Jesús como el verdadero camino de fe que nos lleva a la felicidad: "la salvación".
    Si continuamos en la lectura del texto de Pagola vemos que se nos invita a profundizar en la experiencia de Dios que Jesús encarnó y transmitió: Mirar a Jesús es ver a Dios, creer en Jesús en creer en la Buena Noticia de Dios.




    ¿Y quién es el Dios de Jesús? ¿Quién es el Dios de la Buena Noticia que Él nos transmite con su vida y con su palabra?. 
    En el segundo capítulo del texto de Pagola vamos a ver que el Dios de Jesús es:
    a) El amigo de la vida
    b) El padre Bueno de todos
    c) El Dios del amor incondicional, del perdón que abraza y acoge sin límites.

    Para nosotros como creyentes es decisivo descubrir el rostro de Dios mirando a Jesús. Esta es la invitación para esta tercera reunión y está en este texto:

    Creer la Buena Noticia de Dios
    Son muchos los que hoy se sienten mal al oír hablar de Dios. Para ellos, Dios es cualquier cosa menos una Buena Noticia capaz de poner alegría en su vida. Pensar en él solo les trae malos recuerdos: en su interior se despierta la idea de un ser amenazador y exigente, que hace la vida más fastidiosa, incómoda y peligrosa. Poco a poco han prescindido de ese Dios abandonando toda comunicación con él. La fe ha quedado «reprimida» en su corazón. Hoy no saben si creen o no creen. Se han quedado sin caminos hacia Dios. Algunos desearían estar seguros de que no existe. Así podríamos todos saborear la vida con más libertad, sin tener siempre en el horizonte el enigma de ese Dios vigilante y juez que trata de imponernos su voluntad amenazándonos con castigos oscuros e inexplicables.
    En estos tiempos de profunda crisis de fe religiosa no basta creer en cualquier Dios. No es suficiente afirmar que Jesús es Dios. Es decisivo discernir cómo es el rostro de ese Dios que se encarna y revela en Jesús, sin confundirlo con cualquier «dios» elaborado por nosotros desde miedos, ambiciones o fantasmas que poco tienen que ver con la experiencia de Dios que vivió y contagió Jesús. ¿No ha llegado la hora de promover en el interior de la Iglesia la tarea apasionante de «aprender», a partir de Jesús, cómo es Dios, cómo nos siente y nos busca, y qué quiere para sus hijos e hijas?
    ¡Qué alegría se despertaría en no pocos si pudieran intuir en Jesús los rasgos de Dios!¡Cómo se encendería su fe si pudieran captar con ojos nuevos el rostro de Dios encarnado en Jesús! Muchos hombres y mujeres de fe débil, vacilante y casi apagada necesitan hoy escuchar la noticia de un Dios nuevo y bueno: el Dios de Jesucristo, que solo quiere una vida más digna y dichosa para todos, desde ahora y para siempre. Alguien les tiene que decir que ese Dios al que tanto temen no existe. Cualquier anuncio, predicación o catequesis sobre Dios que lleve al miedo, la desesperanza o el agobio es falso. Todo lo que impida acoger a Dios como gracia, liberación, perdón, alegría y fuerza para crecer como seres humanos no lleva dentro la Buena Noticia de Dios proclamada por Jesús.

    a) Dios, amigo de la vida 
    El relato evangélico más antiguo dice que Jesús caminaba por Galilea «proclamando la Buena Noticia de Dios» (Me 1,14). Si nos acercamos a él, enseguida veremos que, para Jesús, Dios no es un concepto abstracto, una bella teoría, sino una presencia amistosa y cercana que hace vivir y amar la vida intensamente. Jesús vive a Dios como el mejor amigo del ser humano: un Dios «Amigo de la vida». No ofrece a sus discípulos una información suplementaria acerca de Dios. Lo que contagia a todos es su experiencia de Dios como un «Misterio de bondad» que nos podría liberar de tantas ambigüedades con las que hemos oscurecido su rostro santo.
    Para Jesús, Dios no es alguien extraño que, desde lejos, controla el mundo y presiona nuestras pobres vidas. Es el Amigo que, desde dentro, comparte nuestra existencia y se convierte en la luz más clara y la fuerza más segura para enfrentarnos a la dureza de la vida y al misterio de la muerte. No es que Jesús exponga una doctrina de Dios cuyo contenido puede ser entendido como algo bueno. Es mucho más. Ciertamente, lo que Jesús sugiere de Dios en sus parábolas es una noticia buena para los campesinos de Galilea. Pero, además, su modo de vivir a Dios les hace bien: él mismo es una «parábola viviente» de ese Dios bueno. Su modo de actuar en nombre de Dios introduce algo bueno en sus vidas. Toda la existencia de Jesús hace presente la bondad de Dios. Lo que predica, lo que vive y lo que hace es captado como Buena Noticia de Dios por quienes lo encuentran en su camino.
    Jesús no discute acerca de Dios con ningún grupo judío. Todos creen en el mismo Dios, el Creador de los cielos y la tierra, el Liberador de su querido pueblo. ¿Dónde está la novedad de Jesús? Mientras los letrados de la Ley y los dirigentes religiosos asocian a Dios con la religión, Jesús lo vincula, sobre todo, con la vida. Los sectores más religiosos de Israel se sienten llamados por Dios a asegurar el culto del Templo, la observancia de la Ley o el cumplimiento del sábado. Jesús, por el contrario, se siente enviado por Dios a promover una vida más sana, digna y justa para todos sus hijos e hijas. El evangelio de Juan resume así toda su actividad: «Yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia» (Jn 10,10).
    Según Jesús, para Dios lo primero es la vida de las personas, no el culto; la curación de los enfermos, no el sábado; la reconciliación social, no las ofrendas que lleva cada uno hacia el altar del Templo; la acogida amistosa a los pecadores y el perdón sanador de Dios, no los ritos de expiación. Jesús pronunció un día unas palabras inolvidables: «El sábado ha sido instituido por amor al ser humano y no el ser humano por amor al sábado» (Me 2,27). El sistema religioso ha de estar al servicio de las personas. Una experiencia religiosa que va contra la vida digna y dichosa, o es falsa o ha sido entendida de manera errónea.
    Los campesinos de Galilea tuvieron que captar muy pronto la enorme diferencia que había entre Juan el Bautista y Jesús. La preocupación suprema del Bautista es el pecado. Toda su actuación gira en torno al pecado del pueblo: denuncia los pecados, llama a los pecadores a hacer penitencia ante la llegada inminente de un Dios juez y ofrece un bautismo de conversión y perdón a quienes acuden al Jordán. Así prepara a Israel a encontrarse con su Dios juez. El Bautista no cura a los enfermos, no toca la piel de los leprosos, no abraza a los niños de la calle, no se sienta a comer con pecadores, prostitutas e indeseables. No realiza gestos de bondad, no alivia el sufrimiento, no se entrega a hacer la vida más humana. No se sale de su misión estrictamente religiosa.
    Por el contrario, la primera mirada de Jesús se dirige al sufrimiento de las gentes más enfermas y desnutridas de Galilea, no a sus pecados. Anuncia a un Dios salvador y amigo realizando gestos de bondad. Su vida gira en torno al sufrimiento: bendice a los enfermos, libera a los leprosos de la marginación, abraza a los más pequeños y frágiles, libera a los poseídos por espíritus malignos, acoge a los pecadores despreciados por todos. Esto es lo nuevo. Jesús proclama a Dios curando la vida. Anuncia la salvación eterna sanando la vida actual. Este es el recuerdo que dejó Jesús: «Ungido por Dios con el Espíritu Santo y con poder, pasó por la vida haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él» (Hch 10,38). Este Dios que unge a Jesús con su Espíritu curador fue captado por sus seguidores no como el Dios juez predicado por el Bautista, sino como el Dios amigo de la vida que resucitó a Jesús de la muerte.
    Según los evangelistas, Jesús despide a los enfermos y pecadores con este saludo: «Vete en paz» (4 Mc 5,34; Lc 7,50; 8,48.), disfruta de la vida. Jesús les desea todo lo mejor: salud integral, bienestar, una convivencia dichosa en el hogar y en la aldea, una vida llena de las bendiciones de Dios. El término hebreo Shalom indica lo más opuesto a una vida indigna, desdichada, maltratada por las desgracias y los atropellos. Jesús libera a los seres humanos de la imagen opresora de Dios. Contagia a todos la experiencia de Dios como una fuerza contraria al mal, que solo quiere el bien, que se opone a lo que es malo y hace daño al ser humano.

    b) Dios, el Padre bueno de todos.
    No hay duda. Jesús vive seducido por la bondad de Dios. La realidad insondable de Dios, lo que nosotros no podemos pensar ni imaginar, Jesús lo capta como un Misterio de bondad, compasión y perdón. Dios es una Presencia buena que bendice la vida. Su solicitud, casi siempre misteriosa y velada, está presente envolviendo la existencia de sus criaturas. Como decía el gran teólogo Karl Rahner al final de su vida: «Por Jesús sabemos que Dios es bueno y nos quiere bien. No necesitamos saber mucho más».
    A ese Dios bueno Jesús lo invoca siempre como Padre. Lo llama Abbá, una expresión que en los hogares judíos utilizaban los niños pequeños al hablar con su padre. Jesús vive a Dios como alguien tan cercano, bueno y entrañable que, al comunicarse con él, le viene espontáneamente a los labios esa palabra cariñosa: Abbá, «Padre querido». No encuentra una expresión mejor.
    Ese Padre bueno es un Dios cercano y accesible a todos. Cualquiera puede comunicarse con él desde el secreto de su corazón. Él habla a cada uno sin pronunciar palabras humanas. Él atrae a todos hacia lo que es bueno y nos hace bien. Los sencillos lo conocen mejor que los entendidos. Para encontrarse con él no son necesarias liturgias complicadas como la del Templo. Basta encerrarse en un aposento y dialogar con él en lo secreto. Dios no está confinado en ningún lugar sagrado. No es necesario peregrinar a Jerusalén ni subir al monte Garizín. Desde cualquier lugar y en cualquier momento del día o de la noche es posible levantar los ojos al Padre del cielo. Jesús invita a todos a confiar en su bondad: «Cuando oréis, decid: "¡Padre!"» (Le 11,2).
    Ese Padre, bueno y cercano, es de todos. Busca a sus hijos e hijas allí donde están, aunque se encuentren perdidos, aunque vivan de espaldas a él. Nadie es insignificante a sus ojos. A nadie da por perdido. Nadie está huérfano. Nadie camina olvidado y solo. Según Jesús, Dios «hace salir su sol sobre buenos y malos; manda la lluvia sobre justos e injustos» (Mt 5,43). El sol y la lluvia son de todos. Dios los ofrece como regalo, rompiendo nuestra tendencia a discriminar a quienes nos parecen indignos. Dios no es propiedad de los buenos.
    Impulsado por el Espíritu de ese Dios, Jesús acoge a los excluidos de la Alianza y a los olvidados por la religión. No puede ser de otra manera. Jesús capta a Dios como un Padre que tiene en su corazón un proyecto: crear una gran familia humana en la que no haya santos que condenan a pecadores, puros que separan a impuros, hijos de Abrahán que excluyen a paganos... Dios no bendice la exclusión ni la discriminación, sino la comunión fraterna. Dios no separa ni excomulga; Dios abraza y acoge. Es un error pretender construir la comunidad de Jesús excluyendo a quienes a nosotros nos parecen indignos. No responde a la Buena Noticia de Dios proclamada por Jesús. El gesto que más escándalo provocó fue su amistad con pecadores. Nunca había ocurrido algo parecido en Israel. Ningún profeta se había acercado a ellos con esa actitud de respeto, acogida y amistad. Lo que más irritaba era verlo comiendo con toda clase de gentes alejadas de Dios: pecadores, recaudadores, prostitutas e indeseables. ¿Cómo puede un hombre de Dios aceptarlos a su mesa sin exigirles previamente algún tipo de conversión? Su gesto desencadenó una reacción inmediata contra él: «Ahí tenéis, un comilón y borracho, amigo de pecadores» (Le 7,34).Jesús no hace caso de las críticas. Contesta con un refrán: «No necesitan médico los sanos, sino los enfermos» (Me 2,17). Aquellos hombres y mujeres tan alejados de Dios son los primeros que han de sentirse acogidos por él. Jesús no los envía a purificarse en las aguas del Jordán ni a ofrecer sacrificios de expiación en el Templo. Con su acogida amistosa los va curando por dentro: los libera de la vergüenza y la humillación; despierta en ellos la dignidad; les contagia su paz y su confianza en Dios. Nada han de temer. Conoce bien al Padre. Sabe que es como un pastor loco que lo arriesga todo por buscar a su oveja perdida: el Padre no espera a que sus hijos e hijas cambien para dar el primer paso y ofrecerles el perdón.
    Nadie ha realizado en esta tierra un signo más cargado de esperanza, más gratuito y más absoluto del perdón de Dios. Su mensaje sigue resonando todavía hoy para quien lo escuche en su corazón: «Cuando os veáis rechazados por la sociedad, sabed que Dios os acoge y defiende. Cuando os sintáis juzgados por la religión, sentíos comprendidos por Dios. Cuando nadie os perdone vuestra indignidad, confiad en su perdón inagotable. No lo merecéis. Pero Dios es así: amor y perdón».

    c) Parábola para nuestros días.
    En ninguna otra parábola ha logrado Jesús sugerirnos con tanta hondura el misterio de Dios y el enigma de la condición humana como en la llamada «parábola del padre bueno», narrada en el evangelio de Lucas (Le 15,11-32). Ninguna es tan actual para nuestros tiempos. El hijo menor dice a su padre: «Dame la parte que me toca de la herencia». Al reclamarla está pidiendo de alguna manera la muerte de su padre. Quiere ser libre. No será dichoso hasta que su padre desaparezca de su vida. El padre accede sin decir palabra: el hijo podrá elegir libremente su camino.
    ¿No sucede hoy algo de esto entre nosotros? No pocos quieren verse libres de Dios, ser felices sin la presencia de un Padre eterno en su horizonte. Dios ha de desaparecer de la sociedad y de las conciencias. Y, lo mismo que en la parábola, el Padre guarda silencio. Dios respeta al ser humano.
    El hijo se marcha a «un país lejano». Quiere vivir lejos de su padre y de su familia. El padre lo ve partir, pero no lo abandona; su amor de padre lo acompaña; cada mañana lo estará esperando. La sociedad moderna se va alejando más y más de Dios, de su nombre, de su recuerdo... ¿No está Dios acompañándonos mientras lo vamos perdiendo de vista?
    Pronto se instala el hijo en una «vida desordenada». El término original no sugiere solo un desorden moral, sino una existencia insana, desquiciada y caótica. Al poco tiempo, su aventura empieza a convertirse en drama. Sobreviene un «hambre terrible» y solo sobrevive cuidando cerdos, como esclavo de un extraño. Sus palabras revelan su tragedia: «Yo aquí me muero de hambre». El vacío interior y el hambre de amor pueden ser los primeros signos de nuestra lejanía de Dios. No es fácil el camino hacia la libertad. ¿Qué nos falta? ¿En qué nos estamos equivocando? ¿Qué podría llenar nuestro corazón? Lo tenemos casi todo, ¿por qué sentimos hambre? El joven «entró dentro de sí mismo» y, ahondando en su propio vacío, recordó el rostro del padre, asociado a la abundancia de pan: en casa de mi padre «tienen pan» y aquí «yo me muero de hambre». En su interior se despierta el deseo de una libertad nueva junto a su padre. Reconoce su error y toma una decisión: «Me pondré en camino y volveré a mi padre».
    Cuando el padre ve llegar a su hijo hambriento y humillado, «se conmueve hasta las entrañas», corre a su encuentro, lo abraza y besa efusivamente, como una madre. Interrumpe la confesión del hijo para ahorrarle más humillaciones. No le exige un rito de purificación, no le impone castigo alguno, no le pone ninguna condición para acogerlo de nuevo en su casa. Le regalala dignidad de hijo: el anillo de casa y el mejor vestido. Ofrece al pueblo una gran fiesta: banquete, música y baile. El hijo ha de conocer junto a su padre la vida digna y dichosa que no ha podido disfrutar lejos de él. Esta acogida nos sugiere el amor de Dios mejor que muchos libros de teología. Cuando Dios es percibido como poder absoluto que se impone por la fuerza de su ley, emerge una religión regida por el miedo, el rigorismo, los méritos y castigos. Este Dios es una mala noticia: muchos lo abandonarán. Por el contrario, cuando Dios es experimentado como bueno, cercano, liberador y perdonador, nace una religión alentada por la confianza, el gozo, la respuesta agradecida y la acción de gracias. Este Dios es Buena Noticia. No aterra por su poder, atrae por su bondad, seduce por su fuerza salvadora. En el mensaje de Jesús subyace una promesa: Dios es para los que tienen necesidad de que exista y sea bueno.

    A continuación os ofrecemos algunas preguntas para la reflexión:
    1.- ¿Crees que en las comunidades cristianas conocemos, vivimos y celebramos la experiencia del Dios bueno que vivió y contagió Jesús? Indica signos positivos o negativos y señala las causas. ¿De qué forma participo yo en esta experiencia?

    2.- ¿Qué rasgos del Dios que descubrimos en Jesús te parecen hoy más necesarios cuidar y destacar? ¿Por qué? ¿Qué imagen de Dios transmito yo como cristiano con mi vida y testimonio?

    3.- ¿Qué pasos concretos podemos dar en nuestras parroquias y comunidades para conocer mejor el rostro de Dios a partir de Jesús? ¿Qué iniciativas podemos promover para aprender a orar mejor a solas y en grupo?

    Evita respuestas de "tipo estandar", aquellas que "flotan en el ambiente", que ponen en nuestra cabeza los medios de comunicación o que hemos heredado sin saber por qué. Tampoco buscamos aquellas respuestas que sabemos que sonarán bien. Es mejor intentar ser sincero y concreto, buscar la verdad y profundizar en lo más personal y auténtico de nosotros mismos. 

    Nos vemos el jueves. Buena semana...

  3. Segunda Reunión (31 de octubre de 2013)

    lunes, 28 de octubre de 2013

    El jueves 31 de octubre tenemos nuestra segunda reunión del grupo de jóvenes. Siguiendo la linea de la primera reunión queremos profundizar en nuestra experiencia de Fe utilizando como guía para la reflexión un texto del libro "Fijos los Ojos en Jesús".
    Para esta reunión vamos a ir a la tercera parte del libro, la que escribe Pagola.
    Este autor nos propone algo muy fácil de comprender y vital para el creyente que quiere vivir una Fe auténtica y viva. Él lo llama Volver a Jesucristo.



    Asi comienza el primer capítulo que os invito a leer:

    Volver a Jesucristo
    Es lo primero y más decisivo: poner a Jesucristo en el centro de nuestra fe. Todo lo demás viene después. ¿Qué puede haber más necesario y urgente para los cristianos que despertar en nosotros la pasión por la fidelidad a Jesús? Ya no basta cualquier reforma o aggiornamento. Necesitamos volver al que es la fuente y el origen de la Iglesia: el único que justifica su presencia en el mundo. Arraigar nuestra fe en Jesucristo como la única verdad de la que nos está permitido vivir y caminar de manera creativa hacia el futuro. Recuperar lo esencial del Evangelio, renacer juntos del Espíritu de Jesús.

    a) Entrar por el camino abierto por Jesús
    Los cristianos tenemos imágenes bastante diferentes de Jesús. No todas coinciden con la que tenían de su Maestro querido los primeros hombres y mujeres que lo conocieron de cerca y lo siguieron. Cada uno nos hacemos nuestra idea de Jesús. Esta imagen interiorizada desde niños a lo largo de los años condiciona nuestra forma de vivir la fe. Desde esta imagen escuchamos lo que nos predican, celebramos los sacramentos y configuramos nuestra vida cristiana. Si nuestra imagen de Jesús es pobre y parcial, nuestra fe será pobre y parcial; si está distorsionada, viviremos la experiencia cristiana de manera distorsionada.
    No basta con decir que aceptamos todas las verdades que la Iglesia propone acerca de Cristo. La fe viva y operante solo nace en el corazón de quien vive como discípulo y seguidor de Jesús. Es esencial e irrenunciable confesar a Cristo como «Hijo de Dios», «Salvador del mundo» o «Redentor de la humanidad», pero sin reducir nuestra fe a una «sublime abstracción». No es posible seguir a un Jesús sin carne. No es posible alimentar la fe solo de doctrina. Necesitamos un contacto vivo con su persona: conocer mejor su vida concreta y sintonizar vitalmente con él. Necesitamos captar bien el núcleo de su mensaje, entender mejor su proyecto del reino de Dios, dejarnos atraer por su estilo de vida, contagiarnos de su pasión por Dios y por el ser humano. ¿Qué podemos hacer? Los cristianos de las primeras comunidades se sentían seguidores de Jesús más que miembros de una nueva religión. Según Lucas, las comunidades están formadas por personas que han conocido el «Camino del Señor» (Hch 18,25) y, atraídas por Jesús, han entrado por él. Se sienten «seguidores del Camino» (Hch 9,2). La carta a los Hebreos precisa que es «un camino nuevo y vivo, inaugurado por Jesús para nosotros» (Heb 10,20). Un camino que hemos de recorrer viviendo una adhesión plena a su persona, «con los ojos fijos en Jesús, el que inicia y consuma la fe» (Heb 12,2). Más tarde, el evangelio de Juan lo resume todo poniendo en labios de Jesús estas palabras: «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,6).
    Por desgracia, tal como es vivida hoy por muchos, la fe cristiana no suscita «seguidores» de Jesús, sino solo adeptos a una religión. No genera «discípulos» que, identificados con su proyecto, se entregan a abrir caminos al reino de Dios, sino miembros de una institución que cumplen mejor o peor sus obligaciones religiosas. Muchos de ellos corren el riesgo de no conocer nunca la experiencia más originaria y apasionante: el encuentro personal con Jesús. Nunca han tomado la decisión de seguirle. Sin embargo, como ha dicho Benedicto XVI, «no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (1 Deus caritas est1.).
    La renovación de la fe está pidiendo hoy pasar de unas comunidades formadas mayoritariamente por «adeptos» a unas comunidades de «discípulos» y «seguidores» de Jesús, el Cristo. ¿Cómo entrar por ese camino abierto por Jesús?

    b) Volver a Galilea
    Los relatos evangélicos han sido compuestos para ofrecernos la posibilidad de conocer ese camino abierto por Jesús. Es lo que sugiere el mensaje que reciben las mujeres junto al sepulcro la mañana de Pascua: «Buscáis a Jesús de Nazaret, el crucificado. Ha resucitado. No está aquí». No hay que buscarlo en el mundo de los muertos. ¿Dónde puede ser encontrado por sus seguidores? Hay que volver a Galilea: «Él va delante de vosotros. Allí lo veréis» (Me 16,7). Hemos de ir a Galilea, volver al inicio. Hacer el recorrido que hicieron los primeros discípulos siguiendo la llamada de Jesús: escuchar de nuevo su mensaje, aprender su estilo de vida al servicio del reino de Dios, compartir su destino de muerte y resurrección. (Según algunos autores, algo de esto parece sugerir también Lucas cuando, en su relato del nacimiento de Jesús (2,1-20), insiste en la consigna de los pastores: «Vayamos a Belén». Volvamos al origen. Descubramos en el niño recostado en el pesebre al Salvador: el Mesías, el Señor.).

    Recorriendo los relatos evangélicos podemos experimentar que la presencia invisible y silenciosa del Resucitado en su Iglesia adquiere rasgos humanos y recobra voz concreta que nos llama también hoy a seguirle. Por eso, el Vaticano II nos ha recordado que, «entre todas las Escrituras, incluso del Nuevo Testamento, los evangelios ocupan, con razón, el lugar preeminente, pues son el testimonio principal de la vida y la doctrina del Verbo encarnado, nuestro Salvador»(Dei Verbum 18). Los evangelios no son libros didácticos que exponen doctrina académica sobre Jesús. No son tampoco biografías redactadas para informarnos con detalle de su trayectoria histórica. Lo que encontramos en estos escritos es el testimonio del impacto causado por Jesús en los primeros que se sintieron atraídos por él y respondieron a su llamada.
    Por eso, los evangelios son para nosotros una obra única que no hemos de equiparar con el resto de los libros bíblicos. Solo en los evangelios encontramos la «memoria de Jesús», tal como era recordado, creído y amado por sus primeros seguidores y seguidoras. Estos escritos, nacidos de su experiencia directa con Jesús, constituyen el camino más natural para ponernos en contacto con Jesús resucitado y con su fuerza para engendrar también hoy nuevos discípulos y seguidores.
    Al recorrer los relatos evangélicos escuchamos las palabras de Jesús, no como el testamento de un venerado maestro que pertenece para siempre al pasado, sino como palabras de alguien que está vivo en medio de nosotros, comunicándonos «espíritu y vida» (Jn 6,63). Por otra parte, recordamos la actuación de Jesús no como la historia pasada de alguien que vivió hace muchos siglos, sino de alguien que ahora mismo está con nosotros curando nuestras vidas, defendiendo la dignidad de los pobres y marginados, acogiendo a pecadores e indeseables, abrazando a los pequeños, frágiles e indefensos, y llamándonos a todos a ser compasivos como el Padre del cielo.
    Los relatos evangélicos, leídos, escuchados, meditados, compartidos y guardados en nuestros corazones y en nuestras comunidades, nos permiten actualizar la experiencia primera de aquellos que se fueron encontrando con Jesús por los caminos de Galilea. Esta experiencia nos hace vivir un proceso de nacimiento a una fe nueva, no por vía de «adoctrinamiento» o de «aprendizaje teórico», sino por medio de un contacto vital y transformador con Jesús, narrado en los evangelios. Lo que acogemos en nuestro corazón no es la instrucción de un catequista o la predicación de un presbítero, sino la Buena Noticia de Dios encarnada en Jesús. Ese Evangelio, que, según Pablo de Tarso, es «una fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree» (Rom 1,16).

    Preguntas para guiar la reflexión y el momento de compartir:

    1.- ¿Cómo entienden y viven su fe los cristianos que tú conoces? Piensa en personas concretas. Pon ejemplos, indica actitudes y síntomas:

    • ¿como adeptos que cumplen sus obligaciones religiosas?
    • ¿como discípulos que aprenden a vivir como Jesús?
    • ¿como seguidores que colaboran en su proyecto del reino de Dios?


    2.- ¿Y cada uno de nosotros? ¿como discípulos, amigos y seguidores de Jesús? ¿Como miembros de una parroquia? ¿Cómo es nuestra relación con Jesús? ¿Cómo eso se concreta en nuestra vida diaria, en lo cotidiano de nuestro día a día?

    3.- ¿Te parece urgente volver a Jesús, el Cristo, para arraigar nuestra fe con más verdad y fidelidad en su persona y su proyecto del reino de Dios? ¿Lo necesitas? ¿Por qué?

    Nos vemos el jueves. Buena semana :)

  4. Primera reunión (17 de octubre de 2013)

    jueves, 24 de octubre de 2013

    El pasado 17 de octubre tuvimos nuestra primera reunión. Empezamos fuerte, intentando ir a la raiz. Queríamos saber como está nuestra fe y para ello nos hicimos tres preguntas.
    Para responderlas utilizamos un texto del libro: "Fijos los Ojos en Jesús" (el que quiera el libro completo en PDF lo puede descargar desde aqui). En concreto utilizamos una parte del capítulo 5 escrita por Juan Martín Velasco.



    Las preguntas eran las siguientes:
    1. ¿Cómo ejercitamos nuestra condición de ser creyentes? ¿Cómo vivimos la experiencia de la fe?
    2. Pongamos en común qué relación tiene para nosotros la oración con la fe, y cuál es nuestra experiencia de oración.
    3. ¿Cómo vivimos nuestra fe cristiana en relación con el amor al prójimo?

    Y aqui dejamos el texto en el que nos apoyamos para responderlas:

    EL EJERCICIO DEL SER CREYENTE

    a) La fe tiene vocación de experiencia
    Comprendida la fe como «creer que» referido a verdades reveladas, la experiencia de Dios y de la fe en él era considerada un camino alternativo al de la fe, reservado a sujetos agraciados con alguna forma de visión de Dios. Así se entendían literalmente las palabras del Resucitado a Tomás: «Porque me has visto has creído; bienaventurados los que sin ver crean», atribuyendo la primera condición, la de los que verían, a las grandes figuras del Antiguo Testamento: Abrahán, Moisés, los profetas; a los primeros discípulos y los grandes místicos; y la segunda, la de los que «solo» podrían creer, al común de los creyentes. Hoy sabemos que tal lectura no hace justicia al texto. Primero, porque «a Dios no le ha visto nadie jamás» (Jn 1,18), y, como escribió ya san Juan de la Cruz: «María Magdalena y los discípulos no vieron al Señor y por eso creyeron, sino que creyeron y por eso vieron. Y, en segundo lugar, porque, como hemos visto anteriormente, solo una concepción distorsionada de la fe puede reducirla a «creer lo que no vimos»; mientras que, entendida como adhesión y reconocimiento personal del Dios que se nos autorrevela, solo puede realizarse como un largo proceso de experiencias. Desde esta visión de la fe, los teólogos de nuestro tiempo coinciden en afirmar: «La fe tiene vocación de experiencia»
    Dejamos aquí de lado la experiencia de la fe en el sentido objetivo del genitivo, es decir, la experiencia que tiene a la fe por objeto, para referirnos exclusivamente a la experiencia que es la fe, entendida como actitud fundamental por la que el sujeto, convocado, interpelado por la presencia del Dios que se le revela, la acoge en un acto de trascendimiento de sí mismo y de confianza incondicional, en la que «se confía» a ella. La puesta en ejercicio de esta actitud fundamental, el acto de creer, no es un acto particular, categorial -si cabe hablar así-, que se añada al resto de los actos de la vida de la persona. Es una opción fundamental que afecta al conjunto de la persona, es «un acto del hombre todo»; un acto de obediencia por medio del cual «se confía total y libremente a pios» (DV 5). Un acto, dirá Kierkegaard, por el que «al querer ser sí mismo, el yo se apoya de una manera lúcida en el poder que lo ha creado», «en el Poder que lo fundamenta» por eso no es exagerado decir que ser creyente comporta, por parte del hombre, una forma nueva de ejercicio de la existencia, que pasa de existir desde sí mismo como origen y fundamento de la propia vida, a existir desde Dios, aceptado como raíz, origen y meta de su ser. Por eso el cristianismo se refiere al creer como «un nuevo nacimiento» (Jn 3,3-8). Y afirma que la fe genera un «hombre nuevo» (Ef 2,15; 4,24); que el creyente ha comenzado a ser en Cristo «una nueva criatura» (2 Cor 5,17).
    Esta nueva forma de existencia permite caminar en «una vida nueva» (Rom 5,4) que comporta «la conversión de la mirada» que purifica la pupila del alma, «lo que hay en el hombre de más divino» y la «conversión del corazón», una expresión con la que san Bernardo define la fe, que expresa la sanación de la voluntad y del deseo liberados para su orientación al Bien sumo, y la de la libertad que se eleva del libre albedrío, de la capacidad de elegir y de la autodeterminación y el dominio de sí mismo a la «aspiración a la gracia», «en la que consiste la verdadera libertad» (Como afirma, tras san Agustín y santo Tomas, M. de Unamuno, Diario íntimo. Madrid, Alianza, 1970, p. 13.).
    Una actitud así necesita para hacerse realidad, para permanecer en el curso de la vida de la persona y para animar esa Vida en todas sus etapas, ejercitarse, traducirse en actos, encarnarse en la práctica. No se trata, naturalmente, de la repetición de aquellas fórmulas estereotipadas de «actos de fe, esperanza y caridad» de los devocionarios de otros tiempos, que al repetirse un tanto rutinariamente corrían el peligro de suplir, más que realizar, la actitud creyente. Se trata de actitudes y actos de la vida cristiana inmediatamente arraigados en la actitud teologal y que la activan en sus múltiples dimensiones.

    b) La oración, puesta en ejercicio de la fe
    La primera actualización de la fe es la oración. A partir de la expresión de santo Tomas: Oratio est religionis actus, que de suyo significa solo que la oración es acto de la virtud de religión, otros autores han utilizado la expresión dando a actus el sentido fuerte de la palabra en la filosofía aristotélico-tomista, para expresar que la oración es la puesta en acto, el ejercicio, la realización primera de la religión y, en el caso cristiano, de la fe. Hemos insistido en que ser creyente, ejercitar la actitud teologal, constituye una nueva forma de ejercicio de la existencia que afecta a todas las dimensiones de su persona y transforma su ejercicio. El sujeto de la actitud teologal, hemos dicho, es el hombre todo, el hombre en su más profundo centro. Por eso a Dios solo se le ama, en él solo se confía, «con todo el corazón, con toda el alma, con todo el ser, con todas las fuerzas». El ejercicio de la actitud teologal genera como primer nivel de su realización una peculiar forma de vivir que da lugar a la actitud orante. En ella comienza el hombre a vivir la toma de conciencia de esa misteriosa Presencia que lo habita y su decisión de responder a ella. Puede describirse, en hermosa fórmula de san Juan de la Cruz, como «advertencia amorosa de Dios» presente, y consiste fundamentalmente en poner la persona, vivir la vida toda coram Deo, en la presencia de Dios.
    Es, como puede verse, ejercitar ese «heme aquí», primer paso de la respuesta creyente, dirigido a la Presencia que le precede, le llama y reclama la respuesta de su adhesión. Romano Guardini la ha llamado hermosamente «esa íntima apertura indefensa que se llama orar». La actitud orante sitúa además a la persona a la luz de la verdad y envuelve su vida en un clima de confianza, porque le revela su finitud radical, a contraluz de la grandeza divina; le permite descubrir su condición pecadora, sin capacidad de salvarse a sí mismo, pero le revela al mismo tiempo la dignidad de su vocación, la profundidad de su ser, el horizonte infinito al que están abiertas sus posibilidades. Por eso tantas veces la presencia de Dios es interpretada por el hombre en oración como la luz imprescindible para caminar por la vida. A esta luz, la vida del hombre, cualesquier a que sean sus circunstancias, le aparece como don, fruto de una iniciativa amorosa que ilumina su origen y que debe hacer suyo en la «aceptación de sí mismo». Una aceptación que no engendra fatalismo, porque la confianza de la que parte constituye la mejor plataforma para la lucha por transformar el mal con el que se enfrenta en su vida.
    A la luz de la Presencia, la actitud orante transfigura la vida del sujeto y el mundo en el que vive, y esa transfiguración se refleja después en las diferentes formas de oración en que se difracta la actitud orante ejercitada en las diferentes circunstancias de la vida y en los actos de oración que cada una de esas formas origina.
    Aun siendo claro que la oración es «puesta en acto de la fe», esto no significa que la relación entre ambas suponga siempre la existencia previa de la fe ya realizada como condición para la práctica de la oración. En el Nuevo Testamento no faltan oraciones dirigidas justamente a la mejora y la profundización de la fe: «Señor, yo creo; pero ven en ayuda de mi incredulidad» (Me 9,24); por otra parte, existen no pocos hechos que autorizan lo que algunos comprenden bajo la rúbrica de «oración de los que no creen» (Ya antes de su conversión, Charles de Foucauld oraba: «Dios mío, si existes, haced que os conozca»). Porque, en realidad, fe y oración están estrechamente relacionadas; la fe no puede vivir sin la oración, pero esta, a su vez, no puede acontecer sin la fe. Kierkegaard lo expresó en una fórmula muy feliz: «La fe es madre de la oración; pero hay ocasiones en las que las hijas tienen que alimentar a sus madres».
    Las múltiples formas de oración no son, finalmente, otra cosa que la difracción, según el contenido, el sujeto, el método y las circunstancias de la vida, de la actitud orante presente en todas ellas. Pero ninguna de ellas, ni la suma de todas, agota la vida de la oración. En todas se encarna esa disposición fundamental que hemos descrito como actitud orante.
    Cuando el creyente pasa por una situación de necesidad, su forma de orar es pedir auxilio en la oración de petición (Andrés Torres Queiruga. Vigo, Galaxia, 2012.)54; cuando vive el valor y el gozo de la vida, prorrumpe en acción de gracias y en oración de alabanza; cuando se ve sacudido por la prueba, convierte en oración la pregunta, el lamento y la queja.
    Para todas estas formas de oración me permito remitir a “Orar para vivir”. La oración asidua del creyente le conduce a veces a esa forma eminente de oración que es la contemplación, en la que la fe ilustrada con los dones del Espíritu le permite vivir la experiencia mística que culmina en la experiencia de la unión con Dios por «contacto amoroso» con él (Desarrollo de la cuestión en El fenómeno místico, o. c., esp. pp. 359-386.).

    c) La actualización de la fe por la práctica del amor
    A ella se refiere explícitamente san Pablo en la carta a los Gálatas, donde declara que lo que vale en Cristo es «la fe que se realiza por el amor». A esta realización de la actitud teologal por la práctica del amor remiten permanentemente los textos de san Juan: «Quien no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor» (1 Jn 4,8). Este aspecto de la realización de la actitud creyente encuentra un eco intenso en los cristianos de nuestro tiempo, debido a la agudización de la conciencia del escándalo que supone la pobreza en el mundo actual. Este hecho, para muchos cristianos actuales, forma parte de la situación religiosa de nuestro tiempo, y la existencia de los pobres ha pasado a formar parte del núcleo mismo del ser cristiano, como parte de la realización del hecho de creer en el Dios revelado en Jesucristo y de la pertenencia a la Iglesia, reconocida como Iglesia de los pobres. De ahí también la progresiva incorporación de los pobres y la opción por ellos a la realización de la comprensión de la espiritualidad cristiana, la actitud teologal y la experiencia de Dios. Porque, condicionada por circunstancias económicas, sociales y políticas, la nueva conciencia cristiana en relación con la pobreza ha redescubierto la visión bíblica de los profetas, y como ellos ha introducido la respuesta a la injusticia que esa pobreza exige, y la lucha contra ella, en el centro mismo de la relación con Dios: «Defendía la causa del humilde y del pobre, y todo le iba bien. Eso es lo que significa conocerme», exclama Jeremías como «oráculo del Señor» (Jr 22,16; cf. Is 58).
    Las razones de esta incorporación de la actitud para con los pobres a la realización de la actitud teologal son muchas y están arraigadas en la estructura misma de la actitud teologal cristiana. La más obvia sin duda es que la comprensión cristiana de Dios como amor hace que su conocimiento se haga realidad en el acto de amor que tiene su destinatario inmediato en el prójimo: «Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos» (1 Jn3,14).

    Por otra parte, los cristianos descubrimos la presencia de Dios en Cristo, sacramento de nuestro encuentro con él, y Jesús aparece como enviado para «anunciar la buena noticia a los pobres», identificándose con ellos y ligando el encuentro con él a la atención a los más pequeños: «Lo que hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis», «porque tuve hambre y me disteis de comer» (Mt 25,35-40). Por eso, la referencia al amor al prójimo y al servicio a los pobres ha sido considerado siempre el criterio por excelencia de una actitud auténticamente cristiana y de toda experiencia de Dios. Desde esa visión creyente de los pobres, la relación con ellos deja de ser la sola práctica dela misericordia, parte de la moral cristiana que se sigue del cumplimiento de los preceptos, y adquiere una dimensión teologal. Así, la relación con los pobres pasa a formar parte de la realización efectiva de la experiencia de la fe como el medio por excelencia de la puesta en ejercicio de la actitud creyente.


    Al acabar la reunión pensamos que era importante que las personas que no pueden asistir a las reuniones puedan recibir el material y también, de alguna manera, compartir y "escuchar". 

    Este blog quiere ser ese cauce en el que disponer de los materiales y poner en común lo que va siendo nuestro itinerario de grupo. Si va a funcionar o no dependerá de nosotros, de nuestra inquietud y ganas de dedicarle un rato a este blog. Yo creo en las promesas...

    Aqui está la primera piedra ;) 

  5. ¿Por dónde empezamos?

    miércoles, 23 de octubre de 2013


    "Queridos jóvenes, el Señor los necesita. También hoy, llama a cada uno de ustedes a seguirlo en su Iglesia y a ser misioneros. ¿Cómo? ¿De qué manera? 
    (..)
    Tu corazón joven quiere construir un mundo mejor. Sigo las noticias del mundo y veo que en tantos jóvenes, en muchas partes del mundo han salido por las calles para expresar el deseo de una civilización más justa y fraterna. Los jóvenes en la calle. Son jóvenes que quieren ser protagonistas del cambio. Por favor, no dejen que otros sean los protagonistas los cambios. ¡Ustedes son los que tienen el futuro! Por ustedes entra el futuro en el mundo. A ustedes también les pido que sean protagonistas de este cambio. Sigan superando la apatía y ofreciendo una respuesta cristiana a las inquietudes sociales y políticas que se van planteando en diversas partes del mundo. Les pido que sean constructores del futuro. Que se metan en el trabajo por un mundo mejor. Queridos jóvenes, por favor ¡no balconeen en la vida! ¡Métanse en ella! ¡Jesús no se quedó en el balcón, se metió! ¡No balconeen la vida, métanse en ella como hizo Jesús! Sin embargo, queda una pregunta: ¿Por dónde empezamos? ¿A quién le pedimos que empiece esto? Una vez le preguntaron a la Madre Teresa qué era lo que debía cambiar en la Iglesia, y para empezar, ¿por qué pared de la Iglesia empezamos? ¿Por dónde hay que empezar?: ‘Por vos y por mí’, contestó ella. Tenía garra esta mujer. Sabía por dónde había que empezar. Yo también, hoy, le robo la palabra a la Madre Teresa, y te digo ¿empezamos?, ¿por dónde? Por vos y por mí. Cada uno en silencio, otra vez, pregúntese si ¿tengo que empezar por mí? ¿Por dónde empiezo? Cada uno abra su corazón para que Jesús le diga por dónde empiezo.


    Queridos amigos, no se olviden: ustedes son el campo de la fe. Ustedes son los atletas de Cristo. Ustedes son los constructores de una Iglesia más hermosa y de un mundo mejor. Levantemos nuestros ojos hacia la Virgen. Ella nos ayuda a seguir a Jesús, nos da ejemplo con su «sí» a Dios: «Aquí está la esclava del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho» (Lc 1,38). Se lo digamos también nosotros a Dios, junto con María: Hágase en mí según tu palabra. Que así sea."

    Discurso del Papa Francisco, oración de vigilia con los jóvenes. JMJ Río 2013.

    Pues eso. Empezamos.