La cuarta reunión de nuestro grupo llega en pleno Adviento. Es momento de preparación y conversión. Es un tiempo fuerte para situarnos a la luz del evangelio.
¿Cuál es la conversión a la que se nos llama? La conversión de volver a la raiz de nuestra Fe. Dejar hueco a Dios en nuestro día a día, encontrarnos con Jesús en la oración y renovar nuestro compromiso en la construcción del Reino de Dios.
El Reino de Dios es el proyecto de felicidad que Jesús descubrió para todos los hombres y mujeres. Hoy nos paramos a mirar ese proyecto para volver a ser los discípulos que colaboran con el maestro en su construcción y lo pueden hacer posible y real aqui y ahora.
Miraremos cuatro puntos:
a) El proyecto humanizador de Jesús
b) La compasión como principio de Acción
c) Los Últimos han de ser los primeros
d) Recuperar el Padre Nuestro como oración del Reino.
Como podéis ver un tema amplio y muy rico, que encaja perfectamente con nuestro Adviento, que nos prepara para la Navidad ya tan próxima y que se resume perfectamente en una oración: El Padre Nuestro.
Recuperar el
proyecto del reino de Dios
Muchos cristianos viven hoy su fe sin conocer el gran
proyecto que tiene Dios de ir cambiando el mundo para hacer posible una vida
más humana. Algunos ni siquiera han oído
hablar de ese proyecto que Jesús llama «reino de Dios». No saben que la
pasión que animó toda su vida, la razón de ser de toda su actividad, el
objetivo de todos sus esfuerzos es anunciar y promover el proyecto humanizador
del Padre, «buscar el reino de Dios y su justicia», trabajar para construir una
vida más digna, más justa y más dichosa para todos. Esta es la tarea que confió
a sus seguidores: «Anunciad el reino de
Dios, abrid caminos a su justicia, curad la vida».
Los cristianos hemos de recuperar el proyecto del reino de
Dios. Ese proyecto anunciado e impulsado
por Jesús es la razón de ser y el sentido último de la fe cristiana; el
criterio para verificar la autenticidad de lo que hacemos en la Iglesia de
Jesús. Por eso, la tentación más grave que nos amenaza a los cristianos es
hacer de la Iglesia un «absoluto». Pensar que ella es el centro de todo, el fin
último al que todo lo demás ha de quedar subordinado. Preocuparnos por los
problemas que tenemos en la Iglesia y olvidarnos del sufrimiento que hay en el
mundo. Olvidar el reino de Dios y su justicia, y buscar el bien de la Iglesia y
su desarrollo.
Por eso, hemos de agradecer a Pablo VI y a Juan Pablo II
que, recogiendo el sentir del Concilio Vaticano II, hayan hecho dos
afirmaciones básicas que no hemos de olvidar en estos momentos. El primero,
reafirmando el carácter primordial del reino de Dios, decía así: «Solamente el reino es absoluto y el resto
es relativo» (5 Evangelii nuntiandi 8.). El segundo, precisando la
naturaleza de la Iglesia en relación con el reino de Dios, afirmaba: «La Iglesia no es ella misma su propio fin,
pues está orientada al reino de Dios, del cual ella es germen, signo e
instrumento» (6Redemptoris missio 18.).
a) El proyecto humanizador de Dios
Con una audacia desconocida, Jesús sorprende a todos
anunciando algo que ningún profeta de Israel se había atrevido a declarar: «Ya está aquí Dios, con su fuerza creadora
de justicia, tratando de reinar entre nosotros». El evangelista Marcos
resume así su mensaje profetico: «El tiempo se ha cumplido. El reino de Dios
está cerca. Convertíos y creed la Buena Noticia» (Me1,15). Empieza un tiempo
nuevo. Dios no quiere quedarse lejos, dejándonos solos ante nuestros
conflictos, sufrimientos y desafíos. Ese
Dios, Amigo de la vida y Padre bueno de todos, quiere abrirse camino en el mundo
para construir, con nosotros y junto a nosotros, una vida más humana. No es
verdad que la historia tenga que discurrir inevitablemente por caminos de
injusticia y sufrimiento. Hay alternativas. Dios está comprometido en promover
un mundo diferente y mejor. Hemos de convertirnos a este Dios que está siempre
llegando a nuestra vida: cambiar de manera de pensar y de actuar. Entrar en la
lógica y la dinámica del reino de Dios. El Padre no puede cambiar el mundo si
nosotros no cambiamos. Su voluntad de hacer un mundo diferente se va haciendo
realidad en nuestra respuesta. Hemos de despertar nuestra responsabilidad. Es
posible dar una nueva dirección a la historia, pues Dios nos está atrayendo
hacia un mundo más humano. Hemos de tomar en serio esta Buena Noticia de Dios.
Creer en el poder transformador del ser humano, atraído por Dios hacia una vida
más digna. No estamos solos. Dios está sosteniendo también hoy el clamor de los
que sufren y la indignación de los que trabajan por la justicia.
El centro de la actividad profética de Jesús no lo ocupa
propiamente Dios, sino «el reino de Dios», pues Jesús no separa nunca a Dios de
su proyecto de transformar el mundo. Desde ese horizonte vive Jesús su misión.
Desde ese horizonte llama a sus discípulos a anunciar y abrir caminos al
reinado de Dios. Por eso no les invita simplemente a buscar a Dios, sino a
«buscar primero el reino de Dios y su justicia» (Mt 6,33). No los llama a
convertirse a Dios, les pide «entrar» en el reino de Dios (Mt 18,3).
Este «reino de Dios» no es una religión. Es mucho más. Va
más allá de las creencias, preceptos y ritos de cualquier religión. Es una
experiencia de Dios, vinculada a Jesús, que lo resitúa todo de manera nueva. Si
de Jesús nace una nueva religión, como de hecho sucedió, tendrá que ser una
religión al servicio del «reino de Dios». Por ello, al confiar su misión a sus
discípulos, Jesús no los envía a promover una religión. Invariablemente les
habla de una doble tarea: «Id y anunciad el reino de Dios», «id y curad» (7 Mt
10,7-8; Lc 9,2; 10,8-9.).
Lo sorprendente es que Jesús nunca explica propiamente qué
es el «reino de Dios». Lo que hace es sugerir, con parábolas inolvidables, cómo
actúa Dios y cómo sería el mundo si sus hijos e hijas actuaran como él; y
mostrar, con su actuación de Profeta curador de enfermos, defensor de los
pobres y amigo de pecadores, cómo cambiaría la vida si todos le siguieran.
Podemos decir que «reino de Dios» es la vida tal como la quiere construir Dios
y tal como de hecho la va transformando Jesús.
Estos son los rasgos principales de ese reino: una vida de
hermanos alentada por la compasión que tiene hacia todos el Padre del cielo; un
mundo donde se busca la justicia y la dignidad para todo ser humano, empezando
por los últimos; donde se acoge a todos, sin excluir a nadie de la convivencia
y la solidaridad; donde se cura la vida liberando a las personas y a la
sociedad entera de toda esclavitud deshumanizadora; donde la religión está al
servicio de las personas, sobre todo de las más desvalidas y olvidadas; donde
se vive acogiendo el perdón de Dios y dando gracias a su amor insondable de
Padre.
El reino de Dios está llegando, pero lo que espera el pueblo
de Israel y el mismo Jesús para el final de los tiempos es mucho más que lo que
pueden ver en las aldeas de Galilea. El reino de Dios está ya aquí, pero solo
como «semilla» que se está sembrando en el mundo: un día se recogerá la
«cosecha» final. El reino de Dios está ya trabajando secretamente la vida como
un trozo de «levadura» oculto en la masa de harina: Dios hará que un día todo
quede transformado. Jesús no duda nunca de este final bueno, ni siquiera en el
momento de su ejecución. A pesar de todas las resistencias y fracasos que se
produzcan, Dios hará realidad esa utopía tan vieja como el corazón humano: la desaparición
del mal, de la injusticia y de la muerte. El Padre celebrará la fiesta final
con sus hijos e hijas, y secará para siempre las lágrimas de sus ojos.
b) La compasión como principio de acción
Lo que define a ese Dios que quiere reinar en el mundo no es
el poder, sino la compasión. No viene a imponerse y dominar al ser humano. Se
acerca para hacer nuestra vida más digna y dichosa. Esta es la experiencia que
comunica Jesús en sus parábolas más conmovedoras (8 Cf. Las parábolas del padre
bueno (Le 15,11-32), del dueño de la viña (Mt 20,1-15) y del fariseo y el
recaudador que subieron al templo a orar (Lc 18,9-14).) y la que inspira toda
su trayectoria al servicio del reino de Dios. Jesús no puede experimentar a
Dios por encima o al margen del sufrimiento humano.
La compasión es el
modo de ser de Dios, su forma de mirar al mundo, lo que le mueve a hacerlo
más humano y habitable.
Es precisamente esta compasión de Dios la que hace a Jesús
tan sensible al sufrimiento y a la humillación de las gentes. Lo que lo atrae
hacia las víctimas inocentes: los maltratados por la vida o por las injusticias
de los poderosos. Su pasión por este Dios del reino se traduce en compasión por
el ser humano. El Dios del templo, el Dios de la ley y del orden, del culto y
del sábado, no hubiera podido generar su entrega a todos los dolientes.
Desde su experiencia radical de la compasión, Jesús
introduce en la historia un principio decisivo de acción: «Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo» (Lc 6,3 6) (9
Probablemente, Jesús propone el «principio de compasión» frente al «principio
de santidad» que regía la espiritualidad del templo: «Sed santos, porque yo, el
Señor, vuestro Dios, soy santo» (Lv 19,2),). La compasión es la fuerza que
puede moverla historia hacia un futuro más humano. La compasión activa y solidaria es la gran ley de la dinámica del
reino. La que nos ha de hacer reaccionar ante el clamor de los que sufren y
movilizarnos para construir un mundo más justo y fraterno. Esta es la gran
herencia de Jesús que los cristianos hemos de recuperar hoy.
Lo primero es rescatar la compasión de una concepción
sentimental y moralizante. No reducirla a asistencia caritativa ni obra de
misericordia. En el mensaje y la actuación profética de Jesús subyace un grito
de indignación absoluta: el sufrimiento de los inocentes ha de ser tomado en serio;
no puede ser aceptado como algo normal, pues es inaceptable para Dios. Lo que
Jesús está reclamando al pedirnos ser compasivos como el Padre es una manera nueva de relacionarnos con el
sufrimiento injusto que hay en el mundo. Más allá de llamamientos morales o
religiosos, está exigiendo que la
compasión activa y solidaria penetre más y más en los fundamentos de la
convivencia humana, erradicando o aliviando el sufrimiento y sus causas.
La figura del
«samaritano», en la parábola narrada por Jesús, es el modelo de quien vive
imitando la compasión del Padre del cielo. El samaritano ve al herido del
camino, se conmueve y se acerca a él: venda sus heridas, las cura con aceite y
vino, lo monta sobre su propia cabalgadura, lo lleva a una posada, cuida de él,
se compromete a pagar sus gastos... (Le 10,30-37). Este hombre no se pregunta
si el herido es prójimo o no. No actúa movido por la obligación de cumplir un
código religioso. La compasión no brota de la atención a la ley o del respeto a
los derechos humanos. Se despierta en nosotros desde la mirada atenta a quien
sufre. Esta percepción atenta y comprometida puede liberarnos de ideologías que
bloquean nuestra compasión o de esquemas religiosos que nos permiten vivir con
la conciencia tranquila, olvidados del sufrimiento de las víctimas.
c) Los últimos han de ser los primeros
Podemos decir que la primacía de los últimos inspiró siempre
la actividad de Jesús al servicio del reino de Dios. Para él, los últimos son
los primeros. Ser compasivos como el Padre exige buscar la justicia de Dios
empezando por los últimos.
Por eso a Jesús siempre lo vemos junto a los más
necesitados: no con los ricos terratenientes de Séforis o Tiberíades, sino con
los campesinos pobres de las aldeas de Galilea; no rodeado de gente sana y
fuerte, sino junto a enfermos, leprosos y desquiciados; no comiendo solo entre
amigos, sino sentado a la mesa con gente marginada social y religiosamente. Los
primeros en experimentar esa vida más digna y liberada que Dios quiere para
todos han de ser aquellos para los que la vida noes vida.
Según el relato de Lucas, el Espíritu de Dios empuja a Jesús
hacia los más pobres. En la sinagoga de Nazaret lo presenta aplicándose a sí
mismo estas palabras del libro de Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí,
porque me ha ungido. Me ha enviado a anunciar a los pobres la Buena Noticia, a
proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar
libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor» (Le 4,16-22).
Se habla aquí de cuatro grupos de personas: los «pobres», los «cautivos», los
«ciegos» y los «oprimidos». Ellos resumen y simbolizan la primera preocupación
de Jesús: los que lleva más dentro de su corazón. Nosotros hablamos de
«democracia», «derechos humanos», «progreso», «Estado de bienestar»... Jesús
sugiere empezar por rescatar la vida de los últimos, haciéndola más sana, más
digna y más humana.
Movido por ese Espíritu comienza a hablar en un lenguaje
provocativo, original e inconfundible: las bienaventuranzas. Quiere dejar claro
que los últimos son los predilectos de Dios. Son gritos que le salen de dentro
al mirar la realidad desde la compasión de Dios. Ve cómo las familias se van
quedando sin tierras al no poder defenderlas frente a los terratenientes, que
presionan para cobrar sus deudas, y grita: «Dichosos los que os estáis quedando
sin nada, porque de vosotros es el reino de Dios». Conoce de cerca la
desnutrición y el hambre, sobre todo de niños y mujeres, y no puede reprimir su
reacción: «Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque Dios os quiere ver
saciados». Ve llorar de rabia e impotencia cuando los recaudadores se llevan lo
mejor de sus cosechas, y grita: «Dichosos los que ahora lloráis, porque Dios os
quiere ver riendo» (Le 6,20-21).
Todo esto no significa, ahora mismo, el final del hambre y
la miseria, pero sí una dignidad indestructible para las víctimas de abusos y
atropellos. Ellos son los predilectos de Dios. Esto da a su dignidad una
seriedad absoluta: «Los que no interesan a nadie son los que más interesan a
Dios. Los que sobran en los imperios que construyen los poderosos tienen un
lugar privilegiado en su corazón. Los que no tienen una religión que los
defienda le tienen a Dios como Padre». En ninguna parte se está construyendo la
vida tal como la quiere Dios si no es liberando a los últimos de su miseria y
humillación. Nunca religión alguna será bendecida por Dios si vive de espaldas
a ellos. Esto es acoger el «reino de Dios»: poner las religiones y las
culturas, los pueblos y las políticas mirando hacia la dignidad y la liberación
de los últimos.
d) Recuperar el Padrenuestro como oración del reino
El Padrenuestro es la oración que Jesús dejó en herencia a
los suyos. La única que les enseñó para alimentar su identidad de seguidores
suyos y colaboradores en el proyecto del reino de Dios. Desde muy pronto, el
Padrenuestro se convirtió no solo en la oración más querida por los cristianos,
sino en la plegaria litúrgica que identifica a la comunidad eclesial reunida en
el nombre de Jesús. Por eso se les enseñaba a recitarla a los catecúmenos,
antes de recibir el bautismo. Esta oración, pronunciada a solas y en comunidad,
meditada e interiorizada una y otra vez en nuestro corazón, puede también hoy
reavivar nuestra fe y nuestro compromiso por el reino de Dios. El Padrenuestro
se pronuncia siempre en plural. Es una oración al Padre del cielo, al que
oramos unidos a todos sus hijos e hijas que viven en el mundo. Comienza con una
invocación confiada a Dios: Abbá, a la que siguen tres grandes anhelos
centrados en el reino de Dios y cuatro gritos salidos desde las necesidades más
básicas de la humanidad que no conoce todavía en plenitud el reino de Dios. El
Padrenuestro nos descubre como ningún otro texto evangélico los sentimientos
que guardaba Jesús en su corazón. Es la mejor síntesis del Evangelio
-breviloquium Evangelii-, la oración que mejor nos va identificando con Jesús
(Mt 6,9-13; Le 11,2-4.).
«Santificado sea tu Nombre» de Padre. Que nadie lo ignore o
desprecie. Que nadie lo profane violando la dignidad de tus hijos e hijas. Que
sean desterrados los nombres de todos los dioses e ídolos que matan a tus
pobres. Que todos bendigan tu nombre de Padre bueno.
«Venga tu reino». Que se vaya abriendo camino en el mundo tu
justicia, tu verdad y tu compasión. Que tu Buena Noticia les llegue ya a los
últimos de la tierra. Que no reinen los ricos sobre los pobres, que los
poderosos no abusen de los débiles, que los varones no maltraten a las mujeres.
Que no demos a ningún César lo que es tuyo: tus pobres.
«Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo». Que no
encuentre tanta resistencia en nosotros. Que en la creación entera se haga lo
que quieres tú, no lo que buscan los poderosos de la tierra. Que se vaya
haciendo realidad lo que tú tienes decidido en tu corazón de Padre.
«Danos hoy el pan de cada día». Que a nadie le falte pan. No
te pedimos bienestar abundante para nosotros, solo pan para todos. Que los
hambrientos de la tierra puedan comer; que tus pobres dejen de llorar y
empiecen a reír, que lo podamos ver viviendo con dignidad.
«Perdónanos nuestras deudas». Necesitamos tu perdón y tu
misericordia. Estamos en deuda contigo: no respondemos a tu amor de Padre, no
entramos en tu reino. Que tu perdón transforme nuestro corazón y nos haga vivir
perdonándonos mutuamente. No queremos alimentar en nosotros resentimientos ni
deseos de venganza.
«No nos dejes-caer en la tentación». Somos débiles y estamos
expuestos a peligros y crisis que pueden arruinar nuestra vida. Danos tu
fuerza. No nos dejes caer en la tentación de rechazar tu reino y tu justicia.
«Libéranos del mal». Rescátanos de lo que nos hace daño.
Arráncanos de todo mal.
A continuación os ofrecemos algunas preguntas para la reflexión:
1.- ¿Hablamos entre nosotros del proyecto del reino de Dios al
que Jesús dedicó su vida entera? ¿Por qué?
2.- ¿Cómo te sientes llamado a vivir esa compasión activa y solidaria hacia los últimos?¿Cómo te sientes llamado a crecer en la sensibilidad y el compromiso concreto como discípulo de Jesús?
3.- ¿Crees que nuestras parroquias y comunidades cristianas
tienen como objetivo abrir caminos al reino de Dios haciendo un mundo más
humano, digno y dichoso para todos? ¿Cómo crees que es la actuación de nuestra parroquia hacia los que sufren con más dureza la crisis económica? ¿Y la nuestra personal?
4.- En este Adviento y rezando con Jesús el Padre Nuestro ¿qué llamada a la conversión escucho?